EDICIÖN: Junio 6 de 2016
MAS DE 500 AÑOS DE HISTORIA
Autor: Marc Elmoznino
El gran Saguanmachica, Zipa de la inmensa Sabana, cuando quiso extender su dominio sobre las estribaciones de la cumbre andina enfiló sus aguerridos ejércitos sobre la rica y bella región de Sumapaz, donde gobernaban, el cacique Pasca; al Norte, el Uzathama; al Sur, el Sutagao; y al Occidente, el Tibaqui y el intrépido Panche, pertenecientes todos al gran núcleo de los Coyaimas. Estas tribus se profesaban entre sí enemistad irreconciliable, y vivían en la hondonada comprendida desde las cumbres del Sumapaz hasta empinadas rocas del Quinini; y desde las altas tierras de Pasca, hasta las ardientes de Pandi.
Avisado el Uzathama de la invasión, rompe odios ancestrales y dirige sus promesas de reconciliación a los vecinos; les pide que unidos defiendan su libertad. Su esposa Zeratema, bella y hermosa nativa, es el mensajero que convence y consigue la movilización de todas las fuerzas guerreras.
El primero que corre a cerrar el paso sobre las breñas de usa catán - cerro al Oriente de Silvania- es el Uzathama, pero el Sutagao lo traiciona advirtiendo a las huestes de Saguamanchica, que aprovechando las sombras de la noche y bien encaminados por los pusilánimes traidores, le rodean y cae prisionero.
El Pasca entra en combate y cae herido al golpe de la macana. El Sutagao, cumplida su traición, huye sobre Pandi. El Panche y el Tibaqui, que no pueden entrar vuelven a sus dominios defendidos por la corriente de los ríos.
Con la invasión de Saguanmachica, el pueblo de Uzathama, que se levantaba en el delta de los ríos Subia y Barroblanco fue destruido por el fuego y exterminada su población. Pueden verse aún los cimientos de la antigua población, en el sitio llamado hoy El Tambo. Más tarde, cuando el conquistador español invadió la misma región, fue el Panche el último que entregó su vida defendiendo la soberanía.
Chibchas, Sutagaos y Usatamas
Las tierras del actual municipio de Silvania están comprendidas entre los ríos Isquisie o Subia y el Inza o Fusagasugá o Chocho (hoy Barroblanco) al oriente y sur; la cordillera de Tibacuy, llamada en lengua chibcha Bogotá y Bicacachute, al occidente, y al norte la serranía del Soche o Tequendama.
En esa vasta extensión de ladera vertebrada a la hoy del río Subia al tiempo de la llegada de los españoles habitaban indios de la nación Sutagao en la parte baja, cuyo asiento era el pueblo de Subia o Usatama, e indios chibchas sobre la cordillera en el de Tibacuy, guarnición de guerreros güechas que defendían estos dominios de los vecinos Panches que hasta el filo de la misma por el otro lado llegaban y tenían también la suya, que era el pueblo Iguayma y Topayma, llamado Panches desde la época de la Conquista, en cuyo lugar hoy está el de Cumaca. Más arriba por nuestro lado tenían los Chibchas otra fortaleza denominada Subia.
“Al sur de Bogotá están Pasca, Fusagasugá y Tibacuy, desprendidos del país por una intersección Caribe que ocupó todo el valle del río Panche, cuyo nombre indica a las claras el señorío de esta parcialidad enemiga de los Chibchas sobre un territorio que anteriormente hubieran éstos de haber poseído, para poder ponerse en contacto con el grande adoratorio del sol, consagrado por ellos en las célebres piedras de Pandi”.
No dejaron o no se conservan muchos testimonios de la presencia de los Usatamas, a excepción de los relatos del muy ilustre historiador colonial y presbítero doctor Lucas Fernández de Piedrahita, quien desempeñara el curato de Fusagasugá en 1646, lo que le permitió un conocimiento directo de la tierra de los Sutagaos, cuyas guerras aborígenes refiere. En su “Noticia Historial de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada” dice que los Sutagaos, pobladores del valle de Fusagasugá, eran confinantes de los Panches y los Chibchas, de quienes en cierta manera dependían. Por el sur sus dominios llegaban hasta la parte alta del río Sumapaz, siendo colindantes con los Cundayes y Coyaimas de la nación Pijao, cuyas incursiones hacia el norte contenían. Recuérdese que hacia 1590 se fundó la ciudad de Nuestra Señora de Altagracia de los Sutagaos como fuerte guerrero contra los Pijaos.
Los Sutagaos eran una de las seis naciones del Nuevo Reino de Granada. Su hábitat, como el de todos los pueblos primitivos y modernos, era la guerra. Se habla del poderoso Zipa Saguanmachica, cuyo zipazgo , quien por entonces armó en 1470 un ejército de 30.000 hombres y siguiendo el camino de la cordillera hacia Pasca y Chiaysaque de estos pueblos descendió al poniente por los páramos de Fusungá sobre el cacique Fusagasugá, que también tenía numeroso ejército aliado con sus vecinos y libraron feroz combate. Entre los vencidos cayeron el cacique Tibacuy, herido, y el Usatama, que comandaba las fuerzas del Fusagasugá y era “uno de los caciques más poderosos de aquella provincia
El hecho de guerrear Sutagaos y Chibchas no quiere decir que no fuesen de la misma familia o nación, si precisamente entre la familia es donde más se pelea, como lo prueban las guerras frecuentes entre el Zipa de Bacatá y el Zaque de Tunja, hermanos, hijos de la misma Bachué.
Muerto Saguanmachica en 1490 en la batalla que sostuvo en Chocontá contra el Zaque de Tunja, le sucedió Nemequene, quien ante la perspectiva de inminente guerra contra sus vecinos y la rebeldía del Fusagasugá armó un ejército de 40.000 hombres que, al mando de su sobrino Tisquesusa, más tarde su sucesor, mandó a someter nuevamente la provincia de Fusagasugá. “… pasó la montaña vecina haciendo camino por la cumbre de la sierra, que corre por Subia y Tibacuy, y tan ancho como se ve hoy por las señales que se conservan respecto de ser muy fragosas las entradas del camino real para Fusagasugá y haber de necesitar en él a sus escuadras a que marchasen desordenadas. Esta provincia, que viene a ser la misma que la de los Sutagaos, dista hoy de la ciudad de Santafé doce leguas al medio día, y dividen la de Bogotá, de cuatro y cinco leguas de montaña que se atraviesan para entrar en ella; al oriente tiene recios páramos y al occidente confina con los Panches” Tisquesusa regresó por Pasca.
Esta ruta de Subia, por donde regresara Saguanmachica y luego entró Tisquesusa como jefe de los ejércitos del Zipa Nemequene, tenía que ser el camino de los Chibchas para ir de la sabana a Subia y Tibacuy, que subsistió con algunas variantes y sobre cuyo rumbo a partir de la época colonial cruzaron caminos veredales y uno de herradura de Usatama hacia el norte para salir por la serranía de Tequendama a la sabana. Después, casi a mediados del actual siglo, se trazó un carreteable, que más tarde, 1954, empezó a convertirse en la moderna carretera Chusacá-Silvania-Fusagasugá inaugurada en 1970, la que bien podía llamarse la Vía de los Zipas en homenaje a la memoria de Saguanmachica y Tisquesusa, los primeros que la historia dice atravesaron con sus ejércitos esta comarca señalando un camino.
LA CONQUISTA
En julio de 1537 Jiménez de Quesada despachó dos expediciones a la conquista de los Panches, acompañadas de numerosos indios Muiscas, quienes como tradicionales enemigos estaban interesados en que ellos fueren vencidos por los forasteros. Una iba al mando del capitán Juan de San Martín por el lado occidental de la sabana Chibcha (Bojacá, Zipacón) y otra al mando del capitán Juan de Céspedes, por el sur, que saliendo por Pasca descendió al valle de los Sutagaos y llegó a Tibacuy
San Martín fue detenido por la ferocidad de sus guerreros y al quinto día de salida regresó a Funza; mas nuevamente fue enviado, en busca de Céspedes. Tibacuy advirtió a este capitán del peligro en que estaba, y “que siguió por el valle de los Sutagaos y se vio atacado hacia la sierra de Quinini por millares de Panches muy bien armados” y que estando en éstas oportunamente llegó en su auxilio San Martín y pudieron por lo menos no salir vencidos. Algunos Chibchas atemorizados huyeron del combate y corrieron a dar cuenta a Quesada de la presumible derrota.
Los españoles regresaron por otro camino, que parece ser por los lados de Tena, y en su ascenso toparon con un indio Panche que armado de macana a su encuentro venía dando gritos y en son de guerra y sin temor a tantos al primero de ellos derribó y privó de un golpe de macana, que era Juan de las Canoas. Tan bravamente se batía que los demás los rodearon, y al fin, por la espalda fue cogido por el soldado Juan Rodríguez Gil, inmovilizado y desarmado. Admirado el capitán Céspedes de su hazaña, le preguntó el motivo de su atrevimiento, a lo cual contestó que avergonzado de la derrota anteayer sufrida por los suyos había venido a tomar venganza para borrar esa mancha de cobardía. Este es llamado “Panche heroico” cuyos rasgos épicos exaltan el poeta Juan de Castellanos en las “elegías de varones ilustres de indias”.
Vencidos Tibacuy, Iguayma y Topayma, sus indios fueron dados en encomienda al capitán Francisco Gómez que también lo fue de suya o Usatama y de Pandi, los cuales por el año de 1587 estaban doctrinados por Fray Cayetano Albarracín, en la iglesia del pueblo viejo de Tibacuy, que existió hasta 1592.
Vencidos los Chibchas, quisieron éstos alejar a los españoles y al mismo tiempo confiar a su poder la venganza por los tantos asaltos de los Panches que constantemente padecían, y al efecto, noticiado Quesada de estos indios, mandó a explorar su tierra a dos de los más valerosos capitanes: Juan de San Martín, que salió por los lados de Zipacón y Tena, y Juan de Céspedes por la vía de los Panches, a quien encontró no lejos, al otro lado de la cordillera, en su pueblo de Iguayma y Topayma. Llevaba este capitán 40 infantes y 15 caballeros y numerosos Chibchas que los guiaban y cargaban sus haberes, dispuestos también a combatir. Fue este conquistador el descubridor de las tierras de Usatama. A su paso por el valle de los Sutagaos no libró combate contra los nativos, que sumisos lo recibieron y vieron pasar.
Más luego, por febrero o marzo de 1539, llegó a Tibacuy procedente de Quito y el Perú el conquistador Sebastián de Belalcázar, quien allí acampó esperando licencia para seguir a Santafé, y poco después bajó de Tibacuy y pasando por las tierras de Usatama prosiguió hacia la sabana.
No obstante, las referencias de los cronistas sobre que los Sutagaos y pobladores del valle de Fusagasugá eran o fueron Chibchas o estaban sometidos a su dominio, y la identidad de su lengua e inscripciones jeroglíficas, algunos les atribuyen origen Caribe y parentesco muy cercano o procedencia del grupo Coyaima de los Pijaos.
Sería difícil desestimar los jeroglíficos de Pandi como los más significativos de la cultura Chibcha, o desconocer como Chibchas los vestigios antropológicos hallados en el municipio de Cabrera, páramo de Sumapaz; o negar la calidad Chibcha de Tibacuy, fortaleza para contener a los Panches, cuando la influencia cultural Chibcha en la toponimia y antroponimia y las piedras pintadas de estos pueblos es tan notoria.
El pueblo aborigen de Usatama de que se habla en las conquistas de los Zipas Saguanmachica y Nemequene, en el valle de los Sutagaos, estaba situado en la confluencia o delta de los ríos Subia e Inza o Fusagasugá, caudalosos y pedregosos y de aguas amarillentas. Cuando se fundaron los nuevos pueblos de indios de Fusagasugá y Tibacuy en febrero de 1592 por el Oidor Bernardino de Albornoz, pueblos que dos siglos después desaparecieron y en su lugar se fundaron parroquias de blancos, o sea las actuales poblaciones, el de Usatama quedó en su puesto.
Subia Antigua villa del Reino de Bogotá, célebre por el soberbio palacio de estos soberanos que allí existía, y cuyas ruinas aún se pueden observar, sobre todo en el gran camino empedrado que desde Bogotá conducía a Subia. También existía allí una fortaleza bien guarnecida contra las invasiones de los Panches limítrofes. De este lugar no ha quedado nada, salvo la memoria”.
A comienzos de la Colonia los poblamientos de Usatama, Tibacuy y Panches formaban un solo curato, lo que dificultaba el adoctrinamiento de los indios debido a la distancia que entre sí los separaba y los malos caminos que los unían. Usatama era el más desfavorecido, pues tendía a quedarse aislado mientras los otros dos por estar más cerca trataban de unirse.
DE LA ENCOMIENDA AL LATIFUNDIO
El descubridor y conquistador de Chibchas, Panches y Pijaos Don Gonzalo Jiménez de Quesada, en su relación de repartimientos fechada el 5 de julio de 1576 trae al Capitán Francisco Gómez como encomendero de Tibacuy y Cueca.
Según el documento de 5 de noviembre de 1578 del Cabildo de Santafé, Hernán Gómez de la Cruz, hijo de aquel conquistador, tomó posesión de una estancia lindante con la de su hermano Francisco, situada entre arroyo denominado Muña y el camino a Tibacuy, y por otro lado sobre las lomas de Tiguapacá y otras lomas sobre el pueblo de indios de Ciénaga, sobre la cuchilla de Tibacuy.
También estuvo escondido en El Chocho en 1828 el conspirador septembrino Luis Vargas Tejada. Durante las guerras civiles del siglo pasado esta hacienda fue posición estratégica de las fuerzas revolucionarias que operaban en Sumapaz y Tequendama, que constantemente se movían sobre Tibacuy y Cumaca. El paso del río Chocho, siempre dominado por los liberales de la región, fue campo de varios combates en 1900 dados por las fuerzas gobiernistas contra los revolucionarios allí atrincherados, que se aprovisionaban en la hacienda, cuyo dueño también era liberal.
El doctor Diego Fernando Gómez, uno de los principales senadores del Congreso de Cúcuta de 1821, cerró su oficina de abogado en Bogotá en 1846 y se fue a su hacienda del Chocho, en la que se dedicó a las labores agrícolas. Habiendo sido elegido Magistrado de la Corte Suprema volvió a la capital y desempeñó el cargo hasta el 21 de marzo de 1850 para regresar de inmediato.
EL CHOCHO DE LOS CABALLERO
Las estancias mayor adjudicadas en 1608 a Francisco Gómez de la Cruz vinieron a convertirse tres siglos después en la hacienda El Chocho, con 25.850 fanegadas que abarcaban la jurisdicción de los municipios de Tibacuy, Fusagasugá y Soacha y tocaban con los de San Antonio y El Colegio por linderos no muy precisos. Con ese nombre, que ya lo traía desde 1760, se consolidó en 1806 a propósito de la verificación de sus linderos con la de Usatama, ordenada por el Virrey Amar y Borbón, lo que no fue posible porque los mojones habían desaparecido.
Ese estilo de alinderar la tierra al ojo lo trajeron los Conquistadores, que determinaban la jurisdicción de su mando de cordillera a cordillera y de río a río, como lo hizo Jiménez de Quesada al señalar términos a su ciudad de Santafé.
Entre los años 20 y 30 de nuestra centuria la hacienda El Chocho llegó a su esplendor. La casa señorial era un palacete tropical cuya arquitectura conservaba rasgos hispa-arábigos: gruesas paredes, amplios patios empedrados con aljibe y albercas, sembrados de frondosos sámanos, ceibas, chicalaes, y en contorno jardines y enredaderas de bellísima y convólvulo que daban al ambiente su fragancia, y un centenar de avecillas, desde cucaracheros y azulejos, persas y pericos, hasta sinsontes, toches, turpiales y arrendajos, que trinaban desde el amanecer hasta el ocaso; corredores anchos de barandas y columnas de madera la circundaban, sirviendo de antesala a las habitaciones, que alcanzaban para muchos visitantes; capilla u oratorio, en cuyo altar, se renovaba diariamente el culto a Dios y se ofrendaba a la buena fortuna.
Qué no había en aquella casona, todo traído de Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, España, países en los que se abastecían nuestros hacendados: vajillas de porcelana y cristal, muebles, obras de arte, instrumentos musicales, biblioteca con libros en varios idiomas, vestuario, cortinas, utensilios de caballería, armas, dulcería, licores, cigarros y cigarrillos… Y una planta eléctrica “Pelton” que daba luz a sus instalaciones y energía a las máquinas de los edificios del café.
Seguían las casas de “Santander” y “Subia”, subhaciendas en las que se dividía, y otros edificios para el laboreo del café, los almacenes de “Los Puentes” y, los aserríos de Subia y Aguabonita, los trapiches de “Viena” y “Buenos Aires”, conjunto en el que trabajaban más de mil hombres que producían lo que necesitaban para su consumo diario. El Chocho era todo un pueblo. Había cajeros, pagadores, contabilistas, oficinistas, almacenistas, telefonistas, mecánicos, carpintero, talabarteros, albañiles, latoneros, herreros y herrería, importantísimo establecimiento artesanal del que dependía el movimiento de las cabalgaduras. Y finalmente, el Administrador General y los subadministradores y mayordomos.
Era su estructura vial una vasta red de caminos que empalmaban con los departamentales, en cuya salida había aduanillas para control de transeúntes y comercio.
Por el año de 1930 tenía varias plantas eléctricas en las principales casas y edificios y en los aserríos. Una central telefónica, instalada bajo la dirección de Don Francisco Flórez, con seis magnetos o conmutadores, conectados a las líneas nacionales, que permitían la comunicación entre las dependencias de la hacienda y entre ésta y sus vecinas de Usatama y Novillero. Y el famoso cable aéreo de Aguabonita. Había tres aduanillas para el control del café: una en Los Puentes, otra delante de la casa de la hacienda sobre el camino a Tibacuy, y otra en la Aguadita, en el puente sobre el Barroblanco.
La hacienda tenía su propia moneda, el “medio real”, para las transacciones comerciales con los arrendatarios, con la que se les pagaba el café que cosechaban en sus parcelas y ellos a su vez compraban las mercaderías en el Comisariato o almacenes de la misma hacienda, que estaban en Los Puentes. Tanta era su autonomía que tenía su propio reglamento de trabajo, especie de “constitución” que regía no simplemente para los arrendatarios sino también para cuantos dentro de su jurisdicción vivían, cuyos pleitos y disputas, de carácter familiar o de policía, eran resueltos por los Caballero o su Administrador, para lo cual estaban asesorados de un cuerpo de gendarmería o comisarios, que hacían comparecer a su presencia a los querellantes o infractores del orden social o moral, y vigilaban el cumplimiento de la “sentencia”; o bien, ponían en el cepo como castigo. Se dice que en el siglo pasado el viejo Caballero había impuesto la pena de azotes.
La escritura 443 de 1869 de la Notaría 2ª de Bogotá, por la cual doña Amalia Gómez de Ferreira vendió El Chocho, en el municipio de Fusagasugá a Antonio Rivera Triana, de los linderos que se copian en las segundas y últimas de la hacienda. Muerto el señor Rivera, su viuda doña Antonia Salgado vendió la finca, ahora en jurisdicción de Tibacuy, a Don Ángel María Caballero por escritura 604 de 21 de diciembre de 1889, ratificada por la 225 de 30 de mayo de 1890, ambas de la Notaría 1ª de Bogotá, en las que se reconocen los derechos que Caballero tenía en la sucesión de Rivera Triana por virtud de la compra que había hecho a los sobrinos de éste por escritura 398 de 9 de abril de 1886, de la misma Notaría, Carlos, Alejo, Felisa, Enriqueta y Petronila Londoño.
Don Ángel María Caballero nació en la provincia de Neiva en 1845, descendiente de gente hidalga de España establecida en el siglo XVII. Fue alto funcionario del gobierno del Tolima y Diputado a la Asamblea del mismo. Tal circunstancia y su riqueza lo hicieron prototipo del latifundista cafetalero, que por esa época florecía en esta provincia de Sumapaz. A comienzos del presente siglo al mismo tiempo que se consolidaba una aristocracia rural de hombres de empresa y de trabajo, dedicados preferencialmente al cultivo del café, en el mismo ambiente se engendraba un nuevo tipo de trabajador agrario, arrendatario de pequeña parcela en la que tenía su casa y mantenía su familia, dependientes todos del propietario de la hacienda, quien arrendaba la parcela, le daba trabajo y le suministraba otros medios de subsistencia, aunque onerosamente.
De otra parte, era complemento de este Reglamento la moneda “chocho” que el señor Caballero había acuñado exclusivamente para las transacciones comerciales en la hacienda, entre ésta y los arrendatarios, a quienes con ella se le pagaba el café o cualquier producto que vendieran en los almacenes, de la misma, que en éstos se les recibía en pago de las mercaderías y comestibles que compraran. Esto de las monedas de circulación cerrada era frecuente en las grandes haciendas, como usual en los ejércitos de las guerras civiles timbrar sus propios billetes para comprar o pagar lo que cogían o necesitaban en las poblaciones que ocupaban. El leprosorio de Agua de Dios también tuvo la suya.
La hacienda El Chocho reunía todas las condiciones para provocar en ella la revolución agraria y la reforma en la tenencia de la tierra a través de su parcelación; para crear las primeras Ligas Campesinas y las primeras cooperativas cafeteras; para enseñar el comunismo y poner en práctica ideas de socialismo agrario; en fin, para toda clase de injertos políticos e ideológicos, al mismo tiempo que para redimir y explotar al campesino por otros medios, en aras de esos mismos movimientos reivindicativos de unos derechos que ahora se comenzaba a reconocerles.
El Chocho al desintegrarse en más de mil parcelas se convirtió en símbolo de revolución agraria, de modelo de parcelaciones, y en cuna del primer partido agrario, el Unirismo, y consecuencialmente en baluarte electoral de una nueva clase de políticos provincialistas, así como también fue un ejemplo de superación que daban sus gentes de trabajo.
Todo ello quedó recogido y sintetizado en la población fundada el 21 de febrero de 1935, Silvania, por un líder campesino de mentalidad autóctona y democrática, Don Ismael Silva, último Contabilista del Chocho, quien armonizó las necesidades y aspiraciones de los arrendatarios y colonos con los intereses de los propietarios de la hacienda, los hermanos Carlos Eduardo, Manuel José y Ángel María Caballero Gil, quienes accedieron a entregarla al Banco Agrícola Hipotecario y al Departamento de Cundinamarca para parcelarla entre quienes quisieran poseerla en pedazos
La transformación, apogeo y final extinción de la hacienda no ocurrió en vida del viejo Caballero sino en poder de sus hijos Carlos Eduardo, Manuel José y Ángel María Caballero Gil. A quienes la vendió por escritura número 254 de 15 de mayo de 1905 de la Notaría 1ª de Bogotá, en la que aparece con linderos distintos a los de la escritura 604 de 1889, de los que se excluyen terrenos de la parte alta de la cordillera de San Miguel y hacia Subia alta, El Soche y Tequendama, por lo cual es importante relacionarlos, toda vez que dentro de su comprensión se hizo la fundación de Silvania y ocurrieron los episodios de la revolución agraria.
LA REVOLUCIÓN AGRARIA DE EL CHOCHO
La revolución agraria en Colombia, de los mismos campesinos, inspirada en la necesidad de tierra para trabajarla antes que en ideas políticas o de partido, comenzó en Cundinamarca, propiamente en la provincia de Sumapaz y exactamente en la hacienda El Chocho, en jurisdicción de Fusagasugá, y una pequeña parte, la correspondiente a El Soche y San Raimundo, en la de Soacha.
La insurgencia agraria por esta época, 1920-1930, se presentaba en varias regiones del país, pero donde más fuerte y trascendente ocurrió fue en Cundinamarca, en Usme, Nazareth y Alto Sumapaz, contra la empresa agrícola “Hijos de Juan Francisco Pardo Roche” y Don Genaro Torres Otero; en la hacienda Doa de Pandi; en las tierras de la “Comunidad de Díaz” y “Hato Grande” de Arbeláez, y en las grandes y ricas haciendas cafeteras de Viotá, donde el movimiento agrario fue absorbido por el comunismo y éste, organizado como república independiente, se impuso a los hacendados y al mismo gobierno en los asuntos locales, mientras que en El Chocho la revolución agraria se hizo y se solucionó por los propios medios de los campesinos y los del Gobierno, sin necesidad de fusiles ni de partidos políticos, habiendo quedado plasmada en una parcelación, es decir, en la misma tierra, y traducida a leyes que consagran a favor del trabajador rural lo que aquellos reclamaban.
Después de aquella generación colombianista del Centenario, 1910, vino una nueva de intelectuales formados en el ideario efervescente del socialismo y el comunismo, que recogió la deprimente herencia existencialista de la primera post-guerra y la angustia del hambre, que ya el mundo empezaba a sentir. Esa fue la cuna de la gran desesperación del hombre contemporáneo.
Colombia fue por entonces campo abonado, no tanto para una reforma agraria, sino para sembrar la revolución, el cual era el objetivo de las nuevas fuerzas intelectuales y políticas, justificadas en el fin de su lucha, que no era propiamente por la liberación del campesino, sino por la expropiación de la tierra de las manos de los latifundistas y hacendados para poseerla como parcela, preferiblemente colectiva. Por eso en Cundinamarca la revolución agraria comenzó donde estaban los más grandes cafetales: El Chocho, Viotá, El Colegio, Arbeláez, Pandi.
Para iniciarla en El Chocho fue lo primero hacer creer que sus 23.850 fanegadas eran tierras baldías y que por consiguiente sus propietarios no tenían título de ellas, lo cual justificaba quitársela y repartirlas entre los colonos y arrendatarios que las trabajaban. Para concientizarlos se crearon unas asociaciones “Ligas Campesinas” de defensa de los derechos de los arrendatarios. Gaitán en 1924 se había manifestado adverso a las formas tradicionales de enfocar el problema agrario y rechazaba la política de colonización de baldíos por ser tierras sin valor. Por los años de 1928 a 1930 ya vislumbraba allí la creación de un partido agrario que pudiera respaldar las nuevas ideas socialistas.
Precisamente cuando el Secretario de Gobierno de Cundinamarca, doctor Carlos Lleras Restrepo, posesionado a finales de 1933, entró a ocuparse del conflicto agrario, en particular de El Chocho, pernoctando varias veces en el caserío de Los Puentes para madrugar el domingo a entrevistarse con la gente que venía al mercado, encontró que su origen estaba en las condiciones de trabajo a que los tenían sometidos por virtud del reglamento de la hacienda, injustos desde todo punto de vista, como lo eran los de las otras haciendas. En esa situación se inspiró Jorge Eliécer Gaitán para presentar a la Cámara de Representantes un proyecto de ley sobre Código de Trabajo Rural, ya previsto en el Unirismo, partido político que tuvo su mayor afianzamiento en los cafetales de El Chocho.
Lleras Restrepo, que analizó a fondo la insurgencia agraria en Cundinamarca, considerando de urgencia la reforma de esos reglamentos, con fecha 10 de enero de 1934 dirigió una carta al doctor Mariano Ospina Pérez como Presidente de la Federación Nacional de Cafeteros, gremio de protesta agraria en Cundinamarca, considerando de insurgencia, clarísimas razones.
La izquierda, marcada como reacción nacional en el movimiento de las masas liberales en las jornadas históricas del año 30, corresponde al espíritu de la reforma predicada por el doctor Alfonso López Pumarejo como síntesis contentiva de la República liberal y como resultado de la revolución democrática en la izquierda, que quiere decir de reforma fundamental y anti-conservadora.
Otro ejemplo que invitaba a la revolución agraria, además del Apra, el mexicano de 1910 y el ruso de 1917, era el movimiento del brasilero Luis Carlos Prestes, 1922-24, agente criollo de la III Internacional de Moscú, cuya sucursal de Montevideo fue la base de penetración comunista, desde la cual se instruccionaba a las naciones suramericanas para promover su reacción.
La palabra revolución empezó a ponerse de moda; era la manera de dejar de ser lo que se era o de cambiar el destino de lo que quería ser nuevo, el medio más propio para “salir” de la ignorancia y del subdesarrollo y progresar. Revolución era el procedimiento para hacer las cosas. Y así, muchas veces sin entenderla, la palabra revolución fue la insignia que en adelante llevarían en la frente los pueblos y las nuevas generaciones. Era el medio para dejar de ser pobre y hacerse rico; pero, después de medio siglo, seguimos haciendo la revolución todos los días más pobres y menos ricos, desprestigiándola al exigirle más de lo que puede dar.
Mientras los hacendados se asustaban, los campesinos se echaban al hombro los azadones y marchaban en tumulto pidiendo tierra, no más que tierra, como proponían los agitadores comunistas. La revolución agraria de los cafetales y bosques madereros de El Chocho fue por la conquista de la tierra. Ese era el problema y en él se concretaba la acción política de unos y otros. Eso de las concesiones que pedían los arrendatarios desde 1925; de rebaja de los días de trabajo personal subsidiario en obras de la hacienda, como lo tenían establecido los mismos municipios para sus obras públicas; la liberación de las cargas que imponía el comprar el mercado familiar, eran reclamos domésticos, determinantes de la protesta e insurgencia de los arrendatarios, que crecía a medida que le echaban combustible político.
En el Soche, Subia y El Chocho, se organizaron sindicatos y federaciones campesinas, como la “Liga Campesina de San Raimundo”, a la que impusieron los agentes del comunismo la siguiente consigna: “Cualquiera que haya sido la forma en que un trabajador haya adquirido la propiedad de su parcela, esta propiedad será defendida por los campesinos y por la Casa Comunista”.
El Chocho fue la cuna del primer partido agrario, Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria -UNIR-, fundado por Jorge Eliécer Gaitán. Se concibió ideológicamente el 30 de abril de 1933. El Unirismo buscaba unir a las masas campesinas, a los estudiantes y la clase media en general, y aglutinarlas en un partido disciplinado, subdividido en Legiones y Equipos al mando de su Capitán, dependiente del Inspector General y en últimas del Jefe Máximo.
Gaitán fue recibido en Los Puentes por una gran multitud, a la que arengó con un vehemente discurso contra los latifundistas, de quienes decía que éstos “no piensan con su cabeza sino con la de quinientos novillos, y que las tierras que poseían debían darse a los trabajadores, pues esos terratenientes no tienen título de propiedad de ellas”. En consecuencia, el 14 de julio de este mismo año los arrendatarios lanzaron un Manifiesto en el que desconocían los títulos de propiedad de El Chocho y proclamaban el suyo por virtud de su trabajo.
Las gentes de El Choco encarnaban el Unirismo, vivían en constante agitación revolucionaria, de simple acción política, sin esgrimir ninguna clase de armas, mucho menos amenazas contra sus “opresores”. Lanzaban Manifiestos, mandaban cartas a los periódicos para divulgar sus reclamos; escribían alegatos contra los Caballero, ponían abogados para defender sus demandas y sacar de la cárcel a sus líderes. Pero mientras unos estaban presos, otros surgían.
Gaitán había recogido el clamor de estas gentes y lo lanzaba a los cuatro vientos, formando con sus voces un caudal electoral que primeramente arrolló al adversario en Fusagasugá en las elecciones de octubre de 1933, poniendo mayoría unirista en su Concejo Municipal, con lo cual el movimiento agrario tomaba un definido cariz político.
Los arrendatarios de El Chocho tenían algo más que los oprimía: el despotismo municipal de Fusagasugá, cuyas autoridades y principales los consideraban como peones de estribo, gentes de vereda, tributarios fiscales y políticos del municipio y feligreses de su parroquia. En la vasta extensión de la hacienda no tenían autoridades judiciales ni de policía, cementerio ni iglesia, poblado dónde juntarse y solazarse de la vida social, ni distracciones, ni centros educativos, excepto cuatro destartaladas escuelas. Su centro cívico eran Los Puentes, donde tenían que vender su café y comprar el mercado y recibían el duro trato de los Administradores. Entonces, era la oportunidad de protestar. Y Gaitán, que sabía esto, aprovechó para mostrarlos como la fuerza política de su partido, ahora dominante en el Concejo de Fusagasugá.
Gaitán, entusiasmado con aquellas masas campesinas que crecían como un río humano y enfervorizado con el rumor de su vocerío, veía levantarse un pueblo doblegado en la servidumbre de su destino cuya conducción asumían resuelto. Cuando ya no cabían en la plazoleta y era la hora de emprender la marcha, salió a un balcón y erguido frente a ellos se tomó la palabra, pues a él no había que dársela. Dicen los que lo oyeron que comenzó saludándolos, aliviando el cansancio de su larga caminada desde lejanas veredas con palabras de comprensión; haciendo historia del colono y de la tierra, sublevando su ánimo con incitaciones a la lucha política por la conquista de sus derechos; con amenazas a los terratenientes, en banquillo de su propia heredad. Y cuando ya estuvo en el álgido momento de terminar su vibrante alocución, prorrumpió: “Campesinos ¡Las cadenas que os oprimían hoy han quedado tiradas en estos matorrales! En marcha sobre Fusagasugá!
Pero una tenaz campaña se había organizado en su contra. Estaban confabulados para no dejarlos llegar. Al voltear por la carrera sexta hacia el norte para entrar a la plaza, guardias de Cundinamarca y civiles dispararon sobre la manifestación, causando su dispersión, heridos y la muerte de Polonia Beltrán, de Los Puentes; de Régulo Acosta, jefe unirista de Subia, de M. Flórez, de Pasca, y de Alejo Gómez, de Subia
El 4 de febrero de 1934, los uniristas fueron agredidos y derrotados en la plaza de Fusagasugá, pero comenzaron a ganar la independencia municipal porque a partir de ese momento surgió otro líder, Ismael Silva, quien recogiendo las banderas de los arrendatarios, resolvió fundar un pueblo (Silvania) para los de El Chocho y hacerlo erigir en municipio, segregado en su mayor parte de Fusagasugá. En este mismo año de 1934 se concluyó la extinción de la tradición de dominio de la hacienda del Chocho.
(Recopilaciones, extractos de libros existentes: “Silvana pueblo agrario” de Roberto Velandia, “Silvana” de Ismael Silva y recortes varios extraídos de Internet)
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